Capítulo 19 — MONTSENY
A mediados de julio, cuando el engranaje de nuestra vida ya rodaba solo, me quedé un fin de semana sola. Despedí a Adriana el jueves, e hicimos videollamada esa misma noche para quedar el domingo, el día que volvían todas a “casa”. A mi casa, qué feliz me hacía escuchar eso. No me disgustó quedarme sola unos días, al fin y al cabo, era la normalidad de mi vida, y me encantaba. Como si el destino lo supiera, el día antes recibí una llamada de Simón para decirme si me apetecía comer con él a la mañana siguiente. Le dije que encantada. No nos habíamos visto desde esa noche, y pensé que sería una buena idea para conectar de nuevo, para relajar nuestras conversaciones, ¿como amigos?
Aproveché la mañana para hacer un poco de limpieza general de la casa y me planté en su restaurante a las dos del mediodía. Su gran sonrisa ya me esperaba.
Comimos los dos, sentados en una mesa, cosa rara en nosotros, ya que siempre lo hacíamos desde la barra. Fue muy agradable hasta que recibió una llamada que le hizo salir del local.
Cuando Simón entró de nuevo, noté en él cierta expresión de preocupación.
—¿Todo bien? —le pregunté, a pesar de saber que entre nosotros todavía no existía este tipo de confianza.
Él dudó, lo vi en sus ojos oscuros, pero finalmente me lo contó.
—No del todo, era mi madre. Mi padre ha tenido un pequeño accidente doméstico, parece que todo está bien, pero no me he quedado tranquilo. Creo que será mejor ir a verlos y comprobarlo por mí mismo. Lo siento, pero creo que es mejor que me vaya.
—No te preocupes, Simón, lo entiendo.
—Me sabe mal, Alexia, había pensado ir a dar una vuelta contigo después de comer, tenía un par de horas libres y...
—Te acompaño —le dije, sin pensar.
Simón me miró con los ojos más abiertos que nunca. Dudaba en qué decirme. Yo, expectante, no sabía si me había lanzado demasiado, pero ahora ya no había marcha atrás.
—Alexia, te lo agradezco, pero mis padres viven lejos, en una casa perdida en el Montseny. Tardaremos un par de horitas en llegar, y a lo mejor tengo que quedarme allí a dormir. No lo sé...
Puse mi mano sobre la suya.
—Simón, ahora mismo no tengo nada que hacer, y me apetece acompañarte, de verdad. No lo estoy diciendo por compromiso.
Vi cómo un rayo de luz cruzaba sus ojos. Era ilusión, estaba segura. Eso me dio fuerzas para insistir un poco más.
—¿Recogemos cuatro cosas y nos vamos? —solté.
Su mirada vaciló, pero finalmente aceptó. Mis ojos le sonrieron, y yo, guiada por mi intuición, fui a mi casa para coger un pijama y mi neceser. Por si acaso.
Simón tuvo que atar varios cabos para poder irse tan precipitadamente de sus negocios en pleno verano, pero lo consiguió.
Quedamos en media hora en la riera. Él tenía el coche aparcado allí, y cuando llegué estaba haciendo unas últimas llamadas. En cuanto acabó, subimos a su Volvo, arrancó y nos fuimos de Cadaqués con cierto silencio grave, que la gravedad de la situación nos había impuesto. Conecté mi Spotify en su coche, y la música nos ayudó a diluir esa carga en el ambiente. Al cabo de una hora, a pesar de que en el aire todavía flotaba cierta pesadez, las notas de una canción se encargaron de hacerla desaparecer del todo. Sin saberlo, se convirtió en nuestra canción favorita de ese verano.
La conversación fluyó casi sin darnos cuenta. Hablamos de nuestros paisajes favoritos, de recuerdos de verano, de música, de libros… La ansiedad que Simón sentía por no saber exactamente lo que había pasado, se calmó poco a poco. El camino pasó lento, pero bonito. Suave. En paz.
Una vez cogimos la salida de la autopista, fuimos a parar a un camino de tierra que nos llevó a un pequeño pueblo, precioso, donde empecé a ver casas de payés, grandes explanadas de terreno e incluso vacas pastando.
—En nada llegamos, Alexia. Ya verás qué bonita es la casa —me dijo con orgullo.
Impaciente, fui mirando por la ventana hasta que empecé a ver unos campos verdes, salpicados de árboles frutales preciosos, y una explanada enorme llena de girasoles.
Lancé una exclamación porque era impresionante. Simón, feliz por ver mi reacción, me apretó la mano. Me puse un poco nerviosa por sentir su tacto, pero no la aparté, al contrario, deseé que esa caricia fuera a más. Cierta intimidad se estaba creando entre nosotros a marchas forzadas. El corazón me empezó a latir con fuerza.
Aparcamos en el camino que rodeaba la casa. Bajé rápidamente, tenía ganas de que me tocara el aire, ir de copiloto me mareaba, y todo me estaba superando. Noté el viento en mi cara e inmediatamente me sentí mejor. Simón también bajó del coche, y un poco inquieto, se acercó a mí. Sus ojos oscuros parecían preguntarme algo directamente. Su expresión, un poco extraña, me desconcertó, y más cuando, después de hacer un gesto, me cogió los hombros. Fue bajando sus manos hasta coger las mías, las dos. Ese gesto me sorprendió. Nos quedamos quietos, en una especie de glorieta situada delante de la casa. Claramente estaba a punto de decirme algo. Parecía importante. Yo no sabía qué cara poner.
—Simón, ¿pasa algo?
—Eh… a lo mejor te parecerá una locura, pero… ¿te puedo pedir una cosa?
—Claro —dije yo, sin estar del todo segura, pero no podía decir lo contrario. Ir hasta allí juntos había sido idea mía.
—Quería decirte que mi madre tiene una especie de obsesión conmigo y con el tema de las parejas.
—¿Qué quieres decir?
—A mi madre no le he contado nada de ti, y…
—Normal —le corté yo, un poco más brusca de lo que debería haber sido—, si nos acabamos de conocer. ¿Qué le ibas a contar?
—Lo sé, pero como vamos a aparecer juntos, creo que va a montar su propia historia. Se pensará que entre tú y yo hay algo, se pondrá contenta y lo que te quería pedir es…
—A ver… —dije con miedo.
—¿Puedes seguirle un poco la corriente?
Me quedé helada.
—Pero bueno… ¡Simón!
—Lo sé —me dijo riéndose como un loco—, es que pobre, me persigue con que tengo que encontrar a alguien desde que enviudé.
—Eres lo que no hay, ¿cómo me pides esto?
No contestó, solo sonrió, y al ver mi cara, se puso a reír un poco más, sin disimulo.
Estaba un poco indignada, pero la verdad es que sus carcajadas me llenaban el corazón. Ese efecto producía en mí. Él conseguía que todo pareciera fácil, natural, sin complicaciones. ¿Cómo iba a negarme?
—Venga, no te costará tanto, ¿no?
Y su mano, que había alejado en cuanto me hizo la pregunta, se volvió a acercar a la mía.
Sonreí.
—No, supongo que no.
—Genial, ¡vamos! —Y me arrastró hacia la puerta de la entrada, pero antes de llamar al timbre, se giró de nuevo.
—Ah, y otra cosa…
—¿Qué más?
—¿Puedes obviar también que Pablo se escapó el otro día?
Esta vez lo miré un poco cabreada. Pero él, lejos de ofenderse, sonrió de nuevo y me plantó un beso en la mejilla, que casi rozó mis labios. Mi corazón empezó a bombear con ese roce, cuando de repente la puerta se abrió.
—“Home per fi heu arribat!” —dijo su madre con una sonrisa de oreja a oreja después de habernos pillado con ese pseudobeso.
Empezamos bien… pensé yo, ahora no había quien negara nada. Pero a pesar de todo, entré contenta, sin saber exactamente por qué.
Simón se mostró de lo más relajado con sus padres, a quienes me presentó como una “amiga” y me enseñó la masía, preciosa, aunque necesitara una reforma urgente.
Una vez terminada la visita, me quedé sentada fuera, en el porche, mientras él entraba en la cocina con ellos. Los dejé a solas adrede, imaginé que tenían que hablar de sus cosas.
Mientras los oía hablar, de fondo, y le daba un trago a esa cervecita fría que me habían ofrecido, miré el paisaje de la zona, tan diferente al que había tenido delante de mis ojos las últimas semanas… Hacía casi un mes que no pisaba Barcelona, ni la oficina, y me pareció una eternidad. A pesar de ello, allí, en medio de la naturaleza, también me sentía bien. Un poco desubicada, sí, pero tranquila. Revisé mi móvil, mis mails de trabajo que, como siempre, rebosaban la bandeja de entrada, ya que había dedicado la mañana a la limpieza, y dediqué una media hora a resolver los asuntos más urgentes. Esos que hacía días que se me estaban acumulando a causa de mi “excedencia”. De repente, la productividad volvió a mí. Buena señal.
—¡Ale!
Un grito de Simón me hizo volverme. Lo vi haciéndome señas desde el interior de la cocina, y dejé mis cosas encima de la mesa para entrar.
—Oye, Ale, mi madre me comenta si nos quedamos a cenar. ¿Cómo lo ves?
—Vale, por mí bien, pero no quiero que eso te lleve trabajo, Pilar —le comenté directamente a ella.
—“No, és clar que no, reina, jo encantada. Segur que trobem alguna cosa bona per sopar.¿T’agrada cuinar a tu? “—me preguntó en catalán. Quería saber si era buena cocinera. Simón me miró con cara de circunstancias.
—“Doncs si t’haig de dir la veritat, no m’agrada cuinar, gens. Bé, tampoco ho diria així, de petita m’agradava, crec, però ara no tinc mai temps. I cuinar per una sola, doncs… no és el mateix.”
—”Tens raó. Tu… ¿no estàs casada, ni tens fills?” —me preguntó directamente, sin reservas.
—No, no —respondí, con cierta timidez—. “Estic soltera”- respondí confirmando que no estaba casada.
Pilar continuó con su interrogatorio, mientras Simón nos miraba a las dos expectante.
—”I al Pablo, ¿el coneixes?” —continuó. Ahora tocaba preguntar por el hijo.
—”Sí, bé una mica, el Simón me l’ha presentat fa poc, hem parlat alguna vegada.”
—”Ah, ah, està bé” —dijo ella, como si no tuviera importancia, aunque yo sabía que para ella sí que la tenía—. “És un noi molt maco, oi?”
—”Sí, la veritat. A mi m’agraden bastant els adolescents.”
—”Això és perquè no ha de viure amb cap” —añadió Simón.
Y los tres nos pusimos a reír, destensando un poco el ambiente. En realidad nunca había vivido con un adolescente, pero algo me podía imaginar, pensé.
Su madre salió de la cocina ya que su marido la reclamaba, y nos quedamos solos.
—¿Te apetece quedarte o ha sido una encerrona? —me preguntó Simón.
—Nada de encerrona, me apetece. Ya te lo he dicho esta mañana.
—Ya, pero una cosa es una visita y otra quedarse a cenar. Y quizás a dormir.
—No pasa nada, estoy bien, a gusto.
—¿Seguro?
—Sí.
Se acercó a mí.
—Oye, ¿te ha molestado el beso de antes? Creo que he sido demasiado efusivo.
—No —sonreí—, no me ha molestado.
Él se acercó más, y su mano de nuevo rozó la mía. Lentamente. Levantó su mirada y la clavó en mí. Se me cortó la respiración. Solo oía, de fondo, el sonido de los pájaros, y un leve rumor, que no sabía identificar. Creo que era el viento, soplando entre los árboles. Nos quedamos así, unos segundos, en los que parecía que el mundo se había parado. No supe ni cómo su mano se había levantado, pero de repente su pulgar me estaba acariciando la mejilla, cuando oí unas palabras salir de su boca.
—Gracias por venir.
No pude decir nada. El tacto de su mano en mi cara me estaba haciendo sentir cosas que tenía olvidadas, encerradas en un cajón. Quizás dentro de esa casa de Cadaqués que ahora estaba tan lejos de allí. Un escalofrío recorrió mi espalda, y fue como despertar de un sueño.
Una llamada al móvil de él provocó que nos separásemos. Era su hijo.
—Perdona —me dijo mirando la llamada—, tengo que cogerlo.
—Claro —pude decir.
Y me quedé allí, agarrada a esa encimera de piedra como si fuera mi tabla de salvación. Me giré hacia la ventana, y una ráfaga de viento me despeinó. Y lo vi todo claro.
Simón. Ahora me daba cuenta. Estaba empezando a sentir algo real por él, más allá del flirteo de las primeras semanas. ¿Cómo no me había percatado antes?
Alejarme de Cadaqués, y de los recuerdos de Fabián, o de su fantasma, estaba revelando la realidad de mis sentimientos. Impactada por el descubrimiento, reviví todos los encuentros que había vivido con él: el encuentro el otro día en el puerto, las comidas en su bar, la canción en la taberna. Su mirada. Mi cierta distancia con él. Su insistencia pasiva, su estar a mi lado, en silencio, esperando. Él sabía, mejor que yo, lo que sentíamos.
Él lo sabía.
Yo no. Hasta ese momento.
Simón.
Escuché un adiós a lo lejos, pero no me giré. Me quedé mirando hacia la ventana, donde veía las hojas de los árboles moverse, mientras sus pasos resonaban en mi mente.
Noté cómo se acercaba. Yo no podía ni moverme, por lo que me quedé de espaldas a él. Sentí cómo sus pasos se detenían, a centímetros de mí.
Noté su aliento en mi nuca.
Me estremecí, y él, pegado a mí, me retiró la melena hacia un lado, mientras lentamente me daba un beso en la nuca para luego ascender por mi cuello. Me mordí el labio para intentar que las sensaciones que recorrían mi cuerpo no se desbordaran.
—Alexia —murmuró.
Y me cogió de la cintura para darme la vuelta.
Nos quedamos cara a cara. Solo pude sonreír. No me salieron las palabras ni el aire.
Él no sonrió. Su semblante estaba serio, pero sus ojos acariciaban mi rostro con deseo. Finalmente, sus labios se posaron sobre los míos de una manera tan delicada que al principio casi no lo noté, parecía un sueño, parecía irreal, pero estaba pasando.
Sus manos me rodearon la cara para intensificar ese beso que no quería que se acabara nunca.
Pensé que podría morir dentro de ese beso.
Pensé en la mezcla de paz, pero también de pasión que Simón era capaz de entregarme.
Por fin, en casa.
……..
Estaba sentada, esperando nerviosa su entrada. Estábamos en casa de sus padres, y me parecía una locura que nuestra primera vez fuera allí. Pero algo en mi corazón, y en mi vientre, me decía que no podía esperar más. Ni él. Después de ese beso robado en la cocina de su madre, pasamos la cena sonriendo y mirándonos sin parar. Yo con nervios dobles: por conocer a sus padres, que eran encantadores, por cierto, y por notar su mano en mi pierna. No podía entender cómo estábamos pasando por todo eso allí, en un lugar al que habíamos llegado alarmados por la situación de su padre, que por suerte estaba mejor de lo esperado.
En los postres, Simón, que ya tenía su palma en mi muslo, y con el efecto del vino, empezó a subirla sin miedo hasta que rozó mis braguitas. Una punzada de deseo me cruzó el cuerpo entero, y mi cara debió ser un poema, porque se acercó a mi oreja susurrando: “Tranquila, tranquila.”
No podía entender cómo mi más que amigo se estaba convirtiendo, por momentos, en un objeto de deseo brutal. Estaba siendo todo surrealista, pero solo podíamos hacer eso: dejarnos llevar.
Como se suponía que éramos amigos (y lo éramos, carajo), su madre nos preparó dos habitaciones separadas y se empeñó en acompañarme a la mía. Subimos a la parte de arriba, y mientras sonreía y me daba toallas limpias, yo no podía dejar de pensar en la mano de su hijo. Dios. No sabía si Simón vendría a buscarme o si ese casto beso de despedida que me dio al final de la cena ya era un “hasta mañana.”
Me fui al baño para desmaquillarme un poco y maldecirme a mí misma por no haber traído ningún pijama sexy. Decidí dejarme puesto mi vestido corto por si Simón me visitaba. Me retoqué el rímel y el brillo de labios, por si acaso. Y allí estaba, sentada en esa silla de mimbre, releyendo la misma frase desde hacía 10 minutos. Levanté la cabeza de mi libro cuando oí que, entre risas, Simón se despedía de su padre y subía las escaleras.
Cada escalón que subía retumbaba con el latido de mi corazón, creando un redoble que solo aumentaba mi excitación. Cuando vi que la puerta se abría, el libro resbaló de mis manos hasta quedar abierto encima de mi falda.
Él no dijo nada. Solo me miró. Y en su mirada vi al Simón de esa tarde. Al Simón que, con solo mirarme, me hacía sentir una espiral en mi interior. Al Simón atrevido, sexy y seductor. Dios, me encantaba ese hombre.
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