Había una vez una isla bonita como el sol.
Con una luz cegadora como su mar turquesa. Con unos faros que, majestuosos, te guiaban con su sola presencia. Con una arena fina que, de tan suave, se te escurría por los dedos de los pies, como si fuera agua. Agua cálida. Agua suave.
Pero la isla también era tosca, ruda. Tenía piedras, grietas, agujeros que podían tragarte cuando menos te lo esperabas.
Esa era su magia.
Y a la niña que creció allí, le encantaba jugar con esa magia. Cerraba los ojos y se imaginaba que nacían flores de colores en las piedras, que nadaban delfines en sus aguas y que en los faros vivían hadas; hadas de verdad.
En su mente florecían historias cada vez que podía jugar libremente por su reino particular.
Vivía con sus abuelos, en la panadería más antigua de la isla. Cada mañana despertaba con el olor dulzón del pan recién hecho que inundaba su habitación, y la casa entera. Mientras su abuelo seguía trabajando, ella, coqueta, se arreglaba el cabello y escogía la ropa para ir al colegio. Luego se sucedían el beso, el panecillo con chocolate y el abrazo de la abuela. Su mano, rugosa como la isla, la acompañaba con cariño a la escuela, donde la esperaban sus amigos, sus monjas, sus libros y sus lápices de colores. Un mundo entero, cabía en esos 21 kilómetros de amor puro y felicidad.
En la isla se hizo mayor. Allí vivió el primer amor, las primeras risas de verdad —esas que salen de lo más profundo del corazón—. Los primeros besos que la hicieron sonrojar, las primeras caricias la hicieron vibrar.
Un día, el abuelo no salió de la cama, y la abuela se quedó a su lado. Las dos lloraron días enteros hasta que su cuerpo dejó de respirar. Esa noche dejaron de hacerlo.
La abuela la dejó sola para ir a hablar de negocios —o eso dijo—, y ella la acompañó al barco que la llevaba a la península. A la realidad. Le dijo adiós con la mano mientras una lágrima rodaba por su mejilla, redonda y caliente. Sabía que su vida iba a cambiar para siempre.
Volvió a casa y cogió la vieja moto de su abuelo para irse a la punta de su isla. Paseó por el acantilado y se dejó tragar por unos de esos agujeros, deseando con todas sus fuerzas volver a ser pequeña. Volver a sentir el abrazo de su abuelo y el calor de la panadería en su interior. Supo que esa magia no iba a volver. Pero el mar le prometió que un amor más profundo la vendría a buscar. Ella se lo creyó. Y se dejó mecer por la brisa mientras tarareaba canciones en silencio.
Pasaron más días de los previstos y la abuela no volvía. Las conversaciones telefónicas con ella no la calmaban, porque la notaba nerviosa, agitada. De repente un mensaje, con una hora de llegada del ferry, la hizo levantarse alegre de la
cama. Se peinó con una trenza, y se puso su vestido más bonito. Sabía que ese día era importante. Mientras el viento le despeinaba la trenza y la sonrisa, vio llegar a su abuela acompañada de un chico fuerte. Tosco y rudo como su isla. Pero con una mirada dulce como el agua turquesa que la envolvía.
Suspiró sin querer, y sin saber... Y en cuanto lo tuvo delante su mano se dirigió a él, pero sus abrazos fueron hacia su amada abuela. Él sonrió con todo su cuerpo cuando las vio juntas.
Ellas le abrieron las puertas de la panadería, de su casa, de su corazón.
Llegó la primavera y, con ella, la felicidad. La abuela sonreía cada vez que los veía trabajar juntos al amanecer, con la sola compañía de una luz diminuta y del horno que los iluminaban con amor.
La anciana deseó con todas sus fuerzas que eso que estaba naciendo allí se cociera a fuego lento, como el amor que ella había vivido. Pero una llamada a medianoche hizo desaparecer al chico, para ya nunca volver.
La panadería cerró y las puertas de su corazón también.
El invierno llegó y la chica, harta de esperar y de buscar un futuro mejor en su isla, cogió el barco y se fue de allí. La despedida fue amarga, pero un hálito de esperanza la envolvía: sabía que de nuevo florecería aquella niña; aquella luz. Sus manos no querían dejar las de su abuela, pero aquellos ojos viejos y cansados le infundieron el valor para volar sola.
Al fin se marchó, confiada de que el mundo le brindaría nuevas oportunidades. Viajó, se volvió a enamorar, y vio de nuevo flores de colores y delfines —esta vez, de verdad— ante sus ojos. Su barriga creció con una nueva vida dentro y con otra mano estrechando la suya.
Pero por las noches soñaba con las cavidades de esa isla que, feroces, se la tragaban una y otra vez, para escupirla de nuevo en esas aquellas playas, llenas de rocas abruptas que rasgaban la fina piel de sus pies. Se despertaba, entonces, sudorosa, y solo los besos de los tiernos labios de su hija lograban calmarla. No entendía el porqué de esa inquietud que no la dejaba ser feliz. Un día, harta de notar esa incertidumbre opresora, le dijo a su esposo que quería volver a su isla. Él le dijo que, si iba allí, quizás la perdería para siempre. Ella le respondió que, si no iba, sí la iba a perder.
Cogió a su niña y en el avión, sobrevolando las nubes, volvió a su alma cierta calma. Aterrizaron. Ya solo quedaba cruzar aquel mar de destellos de luz intermitente. En cuanto subió al ferry, las nubes azotaron de nuevo su mente, pero las risas de su hija lograron despejarlas. A lo lejos divisó el faro de su infancia y notó como guiaba sus pasos otra vez. Tomó a su hija en brazos y le dio el beso más tierno que pudo. Sus mechones de pelo, rubios como el sol de la isla, se enredaban entre sus dedos, ávidos de la arena y de la sal de su tierra.
Se bañaron juntas en las playas de arena fina, suave como el agua, y recorrieron la isla que ella tanto amaba. Por la tarde visitaron a su abuela. Depositaron un ramo de flores blancas sobre su tumba y se sentaron a su lado para honrar su memoria. Ella le presentó a su hija y le pidió perdón por no haber ido antes. Lloraron juntas y las lágrimas cayeron tierra adentro hasta llegar alma de su abuela, que sonrió.
Al final del día se acercaron a la panadería, que abrieron con un viejo juego de llaves que encontraron en un cajón de su antigua casa. Los recuerdos, los olores y las sensaciones vividas en el obrador la invadieron de nuevo. Las manos de su abuelo todavía parecían amasar el pan como antes. Su hija empezó a jugar con restos de harina y levadura olvidados en la mesa de acero.
Se durmieron juntas, con el corazón palpitando de emociones y de calor. De amor.
A la mañana siguiente hizo una llamada. Tardaron una semana en arreglarlo todo. La panadería se abría de nuevo. Fueron juntas al puerto, a recibir al que faltaba para completar el círculo. La paz volvió a su alma.
Pero por poco tiempo.
Justo cuando pensaba que su vida ya estaba llena, su antiguo amor llamó a su puerta. Su corazón saltó de alegría, pero al mismo tiempo de miedo por revivir ese fantasma que le hizo tanto daño.
-Has vuelto- dijo ella.
-No me has esperado- dijo él, viendo que detrás de su falda asomaba una niña pequeña.
-Nunca dijiste que lo hiciera- respondió ella, herida.
Él cerró los ojos, y dolido, dio media vuelta para irse. Pero ella le cogió la mano.
Se miraron y una luz se encendió de golpe en el obrador.
La señal que esperaba.